Con las últimas luces de una fría tarde de invierno, el desconocido comienza su ritual. Se sitúa de espaldas al aro. En un principio se aproxima dubitativo, mientras su cuerpo se interpone en todo momento entre el balón y el enemigo invisible. Cada bote de acercamiento es un latido que que se acelera, cada amago un sueño, una alternativa perdida y un recuerdo. Tras un rápido giro, el rival duda y consigue lanzar el balón. Y en el tiro van sus sueños y miedos del día.
El movimiento se repite, una y otra vez, más fluido, más natural, hasta que sale su fuego interior y se enfrenta al aro con decisión. Cada rebote es un grito desesperado por luchar y alcanzar. Y finalmente, con ayuda de la desgastada madera, consigue la canasta y levanta los brazos en señal de triunfo. Su corazón salta entre los gritos de la multitud fantasma. Y entonces la ve, y en sus ojos vuelve a comprender, y se promete luchar por ella pase lo que pase, mientras abandona el templo de asfalto y se pierde por las calles desiertas del pueblo del Norte.
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