Si acciono el ya vetusto cinexin de mis primeros recuerdos, la década de los ochenta aparece como una nube vertiginosa, borrosa por momentos, pero que deja entrever la suficiente claridad para distinguir desde mis ojos de curioso retaco los trazos fundamentales de un cuadro al que recurro con frecuencia en mi búsqueda continua del punto fijo.
La cinta VHS de mi memoria comenzó la grabación cuando los personajes principales y el drama ya estaban ahí. Comienza la película, que no mi defectuosa reproducción, con la invasión soviética de Afganistán y el boicot americano a los juegos de Moscú. Cuando parecía que volvía a empezar, John Lennon nos dejó en cierta manera aunque nunca se fue, y Reagan cautivó con su profesional oratoria de actor de Hollywood a una América ahogada por el dragón de la recesión, y en la que salía más barato pedir prestado a la mafia que al banco de supuesta confianza. En nuestra tierra de conejos, Felipe llegó del barrio de la Estrella, al Este de Sainz de Baranda, entre promesas de un cambio que se produjo, aunque el final del cuento no fuera todo lo feliz que se barruntaba, quedando como epílogo un sonoro divorcio de ese Alfonso de combativo apellido que levantaba el brazo de su compañero ante la multitud expectante delante del hotel Palace.
Recorro por fin entonces mi propio metraje al distinguir a mi padre, delgado y con el primer botón de la camisa desabrochado, con los ojos como platos, al calor de las estrellas. Me parece todavía distinguir el blazer y la poblada barba de Ramón Trecet. A su vera, Vicente Salaner. Tardes de ajedrez entre ducados y la casa llena de novelas de espías de un tiempo ya en los libros.
Ante el primer amago de carta de ajuste, y tras un paso demasiado fugaz quizá por las alegres navidades en casa de los abuelos, distingo entre la niebla de una cinta ya algo menos magnética la permanente de mi madre, que proféticamente indicaba una constancia en su labor y cariño que sigue estando de actualidad. Advierto cierta saturación en el contraste, aparentemente irresoluble desde el mando a distancia neuronal que controla la incierta navegación por mis orígenes. Y es entonces cuando me llega la iluminación que pone broche al esfuerzo. Los 80 fueron de eso. De posiciones encontradas y visiones contrapuestas. La zurda genial pero malhumorada de McEnroe contra la frialdad robótica pero eficaz del machacón Lendl. El soberbio, no sólo por su calidad, Madrid de la Quinta de Buitre contra un alicaído pero emergente Barcelona todavía de diván. El estilista González frente al competitivo Abascal. Karpov, el rey de las ventajas minúsculas, frente al tigre enjaulado Kasparov. El exquisito Norris contra el esforzado Martín. Los bloques de la Guerra Fría, y Alemania dividida.
Me alegra que la década acabara con algo de esperanza. Lo mismo que un Karpov ya con nieve en las sienes intentó visitar en la cárcel a su irreconciliable rival unos años después, denunciando con el gesto la persecución política de los disidentes, el muro cayó en aquél noviembre del 89. Ambos acontecimientos, en lo grande y lo pequeño, estuvieron cronológicamente separados. Pero me parecen simbólicos de que al final los enemigos no lo son tanto, aunque toda una década se dedicara a subrayar lo que nos separa. Así que sí, en efecto. Australian Blonde tiene toda la razón y llega el fundido a negro con su sintética conclusión. Lakers and Celtics....eso fueron los 80. y a mí me gustaría pensar en un final atemporal con los dos equipos abrazados en el centro del campo.
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