A pesar del monumental enfado de Lennon, Revolution nunca estuvo mejor representada que como cara B del single de Hey Jude. A la vista de los precedentes, el cambio radical debería quedarse en eso. Un plan secundario, al reverso de la senda principal del sinuoso surco del vinilo de la civilización humana. Robespierre, Lenin o Mao quizá tuvieran en común un magnífico diagnóstico de las penurias de sus respectivos pueblos. Pero más importante que eso, todos a su manera y con sus matices se convirtieron en aquello a lo que combatían: tiranos intransigentes. Salvando las grandes y sobre todo democráticas distancias, parece que Podemos toma perfectamente la temperatura a la casta. Aunque eso ya lo hicieron los Simpsons años antes. Vivimos rodeados de canteros, reunidos en sus pequeñas camarillas para amañar lo emponzoñable. Y hacerse ricos por el camino.
Quede claro que no niego a Pablo Iglesias la brillantez de la estrategia ni la oportunidad de la denuncia (aunque ya puestos, me gusta bastante más el estilo de Íñigo Errejón). Como Felipe González en Suresnes, ha lanzado el órdago en el momento preciso. O como yo quiera o sin mí. Y lo ha acompañado de una marcha atrás en la utopía. Ahora ya parece que la deuda se pagará, y que la renta no será para todos los españoles sino para los que lo necesiten. Pero luego, esa retórica marxista de conquistar el cielo chirría. Por el desastre que es el marxismo llevado a la práctica. Por lo beligerante de la expresión. Porque Marx siempre supeditó en el fondo los derechos del individuo frente a los colectivos. Y finalmente, porque el ruido sigue sin concretarse en ninguna propuesta fundamentada que llevarse a la boca.