Hubo un tiempo en que las mayores alegrías futbolísticas para este país de contrastes venían dadas por las victorias de Oliver Atom frente al tojú, o las asombrosas recuperaciones de Julian Ross tras triple bypass a corazón abierto. En aquellos ya lejanos días, el pase a dieciseisavos de Wimbledon del maravilloso Pato Clavet merecía el chascarrillo orgulloso de Matías Prats como noticia de portada de la sección de deportes. Sí. Es cierto que Carlos Sainz todavía ganaba mundiales, y que extraterrestres como Ballesteros u Olazábal nos quitaban la sed en nuestro desierto balompédico. Y también que el propio Clavet será para siempre mi jugador favorito. Pero si alguien contribuyó a sacarnos de las tinieblas, esas del "no se ahogó ninguno" como noticia de los mundiales de natación, fue Miguelón. Para estos niños actuales de la ESO, hijos de verano deportivo, que mamaron el gol de Iniesta y la tiranía de Nadal, debo aclarar que no me refiero al hermano de Antonio Alcántara. Sino a un superhombre de Villava, parco en palabras pero noble de corazón y bravo de espíritu. Indurain llenaba nuestros julios, y convendría no olvidar que nos trajo la primavera. Fue el embajador de lo que luego vino. Aunque clarísimamente se confundiera de marca de Sobaos.
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