Crónica de un triste réquiem(I). La kerkaporta.
Lo sabía, lo olía, lo intuía. Desde el momento en que me senté con mi cerveza y las aceitunas a presenciar el partido del Wolfsburgo, un sentimiento de fatalidad estaba presente en el ambiente, como el que quizá experimentaron los asistentes a la última misa en Santa Sofía. Rodeado de sarracenos madridistas, asistí a la caída del fortín del Wolfsburgo negando instintivamente con la cabeza ante el tamaño de la injusticia. Porque el Madrid tiene el don de convertir un aprobado en septiembre por los pelos en una hazaña legendaria para los restos. Los vencedores escriben la historia, y nadie dirá dentro de unos años que con sus ladinas quejas los consentidos estudiantes blancos consiguieron echar al profesor Benítez y fabricaron una noche de sueño después de vaguear indecente, intensa y ostensiblemente durante todo el curso. Porque encima, el examen de Junio que les tocó en sorteo amañado fue insultante y desesperantemente fácil. Aún así, y ya con todas las máquinas de asedio vikingas en las muralllas de la Constantinopla germana, una leve sonrisa quería dibujarse en mis labios. Todavía no era suficiente. 2-0, y peligro en el área del Madrid. Un gol y la justicia divina triunfaría. Por todos los que dan el callo día a día y aprovechan su talento al 100% el fútbol le debía algo a los nobles alemanes. Pero la historia es caprichosa, y un instante imperceptible puede cambiar el destino de pueblos y naciones por un simple giro del azar. Allí, tal y como ocurrió en el asedio de 1453, una puerta olvidada, que pasó para la historia como la kerkaporta, quedó abierta, olvidada entre las defensas. Keylor la presintió. El sultán Zidane sonrió y se rasgó literalmente el pantalón desde la banda. Por fin caerían los cansados Bizantinos de la heroica defensa. La ocasión, en esas raras concesiones de la providencia, se le presentó al más digno de los suyos, verdadero capitán de los Jenízaros de la guardia real. Ronaldo se dispuso y la pegó con el alma. La puerta se abrió donde nadie lo esperaba. La flecha penetró y la historia cambió. A partir de ahí,llegaron las lágrimas innumerables. Mías y suyas. Constantinopla era turca para los restos. Me deslicé discreto a pagar la cuenta de cervezas. A esa hora ya había comenzado el pillaje, jaleado por el grito gutural y desaforado de las merengues huestes. El destino había vuelto a hacer de las suyas, cebándose con el débil. Entonces recordé por qué no soy madridista.
(dedicado a Stefan Sweig, que me hizo descubrir la historia que acompaña el pasaje)